martes, 18 de diciembre de 2012


Soledad

Me encontraba yo, sola, en aquel lugar. Parecía un atardecer cualquiera, pero estos no se parecían a los de la ciudad europea, estos eran más cálidos y pacíficos. No escuchaba los coches de la hora punta sino los flautines de la oración.
Aquí todo era más sencillo, la única preocupación era conseguir domar a los tigres de bengala, cuales crías daban maullidos sencillos en el acto de bostezar.
Los pétalos rosas caían de los almendros por el camino aquel de tierra un tanto rojiza.  Sólo había paz en aquel lugar, nada más.
No sabía el idioma ni las costumbres, ni nada de aquí, pero la fuerza espiritual transmitía mucho más que las simples palabras.
La armonía resucitaba a cada piar de aquellos pájaros tan coloridos que les gustaba saludar. Los nidos se encontraban en los bambúes colocados de tal manera que los rayos de luz no lograban traspasar.
La colina iba atrapando lentamente al Sol a medida que pasaba el tiempo y daba paso a la luna redonda.
El aroma del incienso se extendía por aquel lugar y llegaba a la entrada de mis cinco sentidos.
Mientras caminaba sobre el ritmo del platillo del templo me sentía refugiada, pero a la vez rechazo. No pertenecía a ese lugar, debía regresar.
En realidad, allí no había nadie. Pero había encontrado la libertad.

Srta. Horan.-

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