Nadie habla por las calles; no existe tema de conversación en las
comidas familiares; las bocas y lenguas están únicamente para que los ojos y
narices no se sientan solos en la cara. Es como si la expresión oral estuviera
pasada de moda, obsoleta. No intentes hablarle a nadie, pues seguramente no se
acuerde de escuchar. Vivimos en un mundo absorbido por “los nuevos métodos de
comunicación”; ya nadie lee libros o da conferencias, hace muchos años que no
escucho una risa, un chiste, una simple broma. Ahora todo se escribe: nadie
tendrá en cuenta tu opinión a no ser que se la hagas saber a través de un
mensaje de texto, o por medio de un sistema de mensajería instantánea...
Aún me acuerdo de aquellas historias que mi anciano abuelo me
contaba sobre el siglo XXI, cuando una persona desconocida te preguntaba qué
tal estabas o cómo te iba el día. Debía de ser completamente fascinante poder
leer un libro en papel... ¿Cómo sería el papel? Siempre me lo he imaginado como
algo basto y difícil de manipular, de gran grosor y tamaño; si era así, no me
extraña que el planeta entero escriba con teclados virtuales.
Hoy nada más levantarme he intentado calcular el tiempo que hacía
que no entablaba una conversación real con alguien... las cuentas me fallan.
Odio el aburrimiento, siempre necesito un gran reto que superar. Mi abuelo -la
única persona con la que dialogo cada día- me ha propuesto conseguir hablar con
alguien desde el momento en que abandone su habitación hasta que las farolas se
enciendan; pero sólo contaba con tres intentos. Parece fácil, pero siempre me
ha dicho que la facilidad es relativa. Lo primero que se me ha pasado por la
cabeza es darle los buenos días a mi padre para iniciar la conversación que
busco, pero lo único que he conseguido ha sido una sonrisa seguida de un seco y
rotundo “bien”. El reto se complica, pues pensaba que la persona adecuada sería
él. Parece imposible que ni mi propio padre tenga la capacidad oral y la
sensibilidad suficiente como para preguntarme qué tal he dormido, haré hoy, que
tal llevo los estudios... las típicas preguntas paternas que daba por sentadas.
Tras una profunda reflexión sobre el perfil de gente que busco
(pues sólo me quedaban dos intentos), he llegado a la conclusión de que el
problema está en el espacio, es decir, debo salir a la calle. He pensado que
cualquier apacible anciano del parque tendría ganas de conversar con un joven
interesado. Esta vez el error ha sido comenzar con la pregunta “¿le apetece dar
una vuelta?” Debí haberme fijado primero en la cara de aquel hombre; no se le
veía con muchas ganas de levantarse de aquel confortable banco de madera.
Ahora tengo que pensar muy a fondo con quién gastar mi última
bala: ¿un niño? Demasiado inocente; ¿aquel señor que vende periódicos?
Demasiado ocupado, no creo que tenga tiempo; ¿los chicos que están tumbados en
el césped? Posiblemente se rían de mi. Mi abuelo tiene razón; esta sociedad no
está confeccionada de la misma manera que en el siglo XXI. Ya nadie gesticula
más de tres palabras seguidas; la conversación esta completamente extinguida.
No suelo rendirme ante los retos de mi abuelo, pero esta vez no tengo más
remedio que esperar a que las farolas iluminen las calles con su tenue luz
anaranjada...
-Un largo día, ¿verdad?-
-Sí, sobre todo si no has podido conseguir lo que te proponías,
como yo-
-¿Ah si? Cuéntame, ¿qué te ha pasado?¿Qué te proponías hacer hoy?-
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