Soledad
Me encontraba yo, sola, en aquel lugar. Parecía un atardecer
cualquiera, pero estos no se parecían a los de la ciudad europea, estos eran
más cálidos y pacíficos. No escuchaba los coches de la hora punta sino los
flautines de la oración.
Aquí todo era más sencillo, la única preocupación era
conseguir domar a los tigres de bengala, cuales crías daban maullidos sencillos
en el acto de bostezar.
Los pétalos rosas caían de los almendros por el camino aquel
de tierra un tanto rojiza. Sólo había
paz en aquel lugar, nada más.
No sabía el idioma ni las costumbres, ni nada de aquí, pero
la fuerza espiritual transmitía mucho más que las simples palabras.
La armonía resucitaba a cada piar de aquellos pájaros tan
coloridos que les gustaba saludar. Los nidos se encontraban en los bambúes colocados
de tal manera que los rayos de luz no lograban traspasar.
La colina iba atrapando lentamente al Sol a medida que pasaba
el tiempo y daba paso a la luna redonda.
El aroma del incienso se extendía por aquel lugar y llegaba a
la entrada de mis cinco sentidos.
Mientras caminaba sobre el ritmo del platillo del templo me
sentía refugiada, pero a la vez rechazo. No pertenecía a ese lugar, debía
regresar.
En realidad, allí no había nadie. Pero había encontrado la
libertad.
Srta. Horan.-
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